Sunday, December 9, 2007

El samurai y la flor

俳句

Un mar en calma.
Las olas no rugen besadas por la Luna.
Resuena melancólico el grillo.

Dos flores desconocidas.
Su perfume transciende el tiempo
y todo se vuelve eterno.

Un templo de Buda.
En la montaña solitario se yergue
y yo tan enfermo de nada.

El castillo del Shogun.
Junto al río una dama recoge crisantemos
imágenes imperfectas de su belleza.

Tengo que dejar los haiku
pues estoy tan atormentado
que con tan pocas palabras
me entran ganas de gritar desesperado.

Estoy perdidamente enamorado
y sé que mis deseos se deshacen en el viento
pero lo imposible riñe con mis sentimientos
incontrolables, ingobernables
Deseos que no se pueden resumir
en tres sencillos versos cada vez.

Quería escribir haikus como mis ancestros
para ver si mi alma encontraba refugio
pero demasiado trágico es mi destino
como para tener acallado tanto dolor.
(y demasiado fogoso,
demasiado amante de las mujeres
y no hay agua en el mundo capaz
de apagarme)

俳句?

Poco importa mi nombre y mi edad en esos tiempos que corren. Solamente diré que ahora mismo se cumplen 115 años desde la instauración del periodo Edo, que soy samurai de alto rango y que pertenezco al reducido círculo de confianza del Shogun, siendo hijo único de una de las famílias más influyentes de Japón. Vivo en el centro de la capital imperial de Edo, junto al castillo del Shogun y a la Corte Imperial. Sirvo al Emperador y a mi Shogun, siempre siguiendo fielmente el Bushido y honrando a los Kami.
Durante toda mi vida he seguido el camino de la rectitud, protegiendo los destinos de muchos hombres en un país que ahora está sumido en una larga y al parecer incombustible paz.
En mis tiempos libres, me dedico a escribir haikus mientras, con la ventana abierta de mi habitación, escucho el murmullo del viento, el canto de las aves nocturnas y el leve y dulce ruido de las hojas de los árboles y setos de mi jardín.

Sin embargo, soy una deshonra para mi familia. Soy joven, pero ya tengo una edad más que propicia para casarme con la mujer elegida por mis padres en mi niñez. Estoy prometido con una rica mujer que apenas conozco y ya me he negado repetidas veces el casarme con ella.
Por si fuera poco, hace muchos años que estoy perdidamente enamorado de la única mujer en la que nunca mis ojos tenían que haberse posado, como un confiado pájaro se dirige hacia un fruto envenenado: La hija del Shogun.

Yo fuí a un colegio privado de restringido acceso para samurais en Edo, mientras ella atendía clases en un colegio privado para hijas de samurais y de personas influyentes. Al estar los colegios uno cerca del otro, siempre la veía saliendo con las amigas, vistiendo preciosos kimonos que llevaban motivos florales diferentes. Creo que jamás la vi llevar el mismo kimono. Ella siempre fue muy bella y grácil como si siempre saltara de puntillas sobre juncos en el río, pero en mi niñez solamente prestaba atención a los textos de Confucio y al manejo de la katana.

Mi maldición llegó y se posó encima de mi de repente ennegrecido destino en una fiesta que el Emperador organizaba en el Palacio solamente para las familias más influyentes del país. Era la primera vez que, con los recién cumplidos 13 años, era capaz de discernir el mundo de sutilezas que me rodeaba habiendo despertado mis instintos sexuales. Recuerdo que mi carrera se iba haciendo prometedora, siendo el estudiante más aventajado de todas las escuelas de Edo y el de mejor manejo con la katana, así que con presteza fuí presentado al Emperador, al Shogun y a toda su familia. No recuerdo jamás haber estado tan nervioso en mi vida. Me encontraba delante de un ser divino, y también ante la figura más importante de todo Japón. Recuerdo que empecé a temblar mientras me ponía de rodillas y colocaba la cabeza en el suelo. Como respuesta el Emperador y el Shogun se rieron. Luego el Shogun se dirigió a mí, con gesto grave.
_A partir de mañana, joven, pasarás a formar parte de mi reducido séquito y atenderás clases con el profesor Karashi, el mejor profesor de todo Japón. Espero que seas respetuoso y obediente con él.
_S...s....por supuesto mi Señor! Siempre seguiré el Bushido, por encima de la vida y de la muerte.
_Así se habla, joven_dijo el Emperador, con gesto solemne_Tus padres deben estar muy orgullosos de ti. Anda y ves a los jardines de palacio a jugar con tus nuevos compañeros.

Obedeciendo al Emperador y pasando entre los comensales que en el suelo degustaban la abundante comida y el sake, me dirigí a los enormes jardines que rodeaban el palacio ahora convertido en una gran fiesta, vociferante y divertido. Fuera había chicos casi todos más jóvenes que yo, jugando al Escondite. Aún me preguntó por qué el Emperador que quiso juntar con ellos, quizá aún me viera como un niño recién salido de la cuna pues aparentaba mucha menos edad.
En seguida, y sobretodo al ver que casi los doblaba en estatura, me aceptaron en sus juegos. Yo jugaba por inercia, pensando todo el tiempo en lo que me había dicho el Shogun. ¿Cómo sería mi vida a partir de ahora? Yo ya había hecho mis amistades en el otro colegio, y les tenía mucho cariño a casi todos los profesores. Estaba abatido por lo que me deparaba el futuro, y no tenía ningún deseo de ir a Palacio a estudiar. Yo sólo quería ser feliz con la gente que ya conocía, seguir aprendiendo y jugando con mis compañeros. No le pedía nada más a la vida.
Un niño empezó a contar recostado contra una piedra. "Ichi, Ni, San..."
Con desgana, me dirigí hacia la parte de atrás del Palacio.
Debajo del rojo puente, que ahora estaba sumido en la oscuridad, pude encontrar un perfecto escondite. La pequeña pendiente hacia el pequeño afluente y los arbustos me cubrían a la perfección. Además, en caso que alguien se le ocurriera mirar en aquel sitio, podía escabullirme perfectamente, pues aquellos arbustos formaban una especie de extraño laberinto.
Pese que aborrecía ser considerado como un niño, noté un ardor en el pecho, una antigua excitación que creía haber perdido en mi infancia. No, no me encontrarían allí y no sólo en aquel turno, en toda la noche. Ya no saldría de allí.
De repente, escuché un llanto apagado, justo encima de mi cabeza, sobre el puente. Al principio creí firmemente que pertenecía al niño que le tocaba buscar al resto. Pero al cabo de un rato, noté que se trataba de un llanto femenino.
Con cautela, salí de mi escondite y, cuando me situé sobre el puente sin descuidar en ningún momento mis flancos, me encontré con una imagen que me dejó sembrado en el suelo. ¡Era la hija del shogun! Iba ataviada con un kimono de seda que, bajo la luz de la Luna, parecía estar adornado por flores de sakura dispuestas armónicamente. La vi de bruces, llorando desconsoladamente, pero incluso su llanto me parecía bello, como si estuviera regando el pequeño puente con un rocío etereo y divino. Al fín, después de observarla anonadado, me acerqué a ella.
_¿Qué te pasa?_pregunté, en un tono de voz seco, poco propicio para la situación.
Ella me miró con desgana, los ojos inundados en su propia maravilla.
_Crisantemos...un chico me ha robado los crisantemos para mi madre...
_¿Para qué quieres darle crisantemos a tu madre?
Ella me miró ausente, con dos océanos de lágrimas resbalando por sus mejillas, como si yo no existiera. Como si hablara con el firmamento, con las estrellas que le rendían culto, en vez de hablar conmigo.
_Mi madre está enferma y cada noche voy en busca de crisantemos para ella. Los crisantemos dan buena suerte. Pero si no se los traigo hoy mi mamá..._la niña ya no pudo seguir con el relato y, enterrando su rostro entre sus manos, se puso a sollozar sin parar.
Así fue cómo empezó todo. Con lo pequeño y ágil que yo era, pude pasar desapercibido y salir por la puerta principal de Palacio, sin que los guardias, entretenidos con sake, notaran mi presencia. Fuí a buscar crisantemos para ella, en las afueras de Edo, entrando en campos ajenos y llevándome más de un garrotazo por parte de los campesinos. Ella lo merecía. Ella merecía sonreir.
Una vez le di el ramo de crisantemos, su mirada resplandeció, me enseñó toda su pureza luminosa que aguardaba para los días de júbilo. Me abrazó sin dejar de llorar. Dijo que quería volver a verme y, justo después de decírmelo, desapareció en la oscuridad, dejándome paralizado e inexpresivo como una estatua de Buda en la montaña.
Ahí supe que jamás podría olvidarme de ella. Ahí supe que me había enamorado. Días después supe que su madre se había recuperado como si un milagro hubiera obrado. Recuerdo cuantas veces les di gracias a los Kami y a Buda por ello.

A partir de aquel año, mis días de júbilo desaparecieron. No hacía más que estudiar, aprender modales y atender las clases del profesor Karashi. Solamente podía ver a la hija del Shogun una vez al año, en la fiesta que congregaba a todas las Famílias, pues el resto del año el Shogun la mantenía presa en Palacio, custodiada siempre por guardias, como si formara parte del tesoro personal de su padre.
La Fiesta era para mi el acontecimiento más importante del año, pues era mi única oportunidad de ver a mi amada, a mi flor virginal, a mi dulce princesa celestial.
Recuerdo nuestras conversaciones que se prolongaban durante horas, en los balcones de Palacio. Risas y secretos. Nuestros primeros besos a escondidas y nuestras declaraciones de amor eterno. Recuerdo que me bastaba una noche al año para poder ser feliz el resto de los días, y que la larga espera se veía mitigada gracias al recuerdo de su inocencia, de sus labios carnosos y tiernos, de sus ojos repletos del agua mágica de fuentes desaparecidas en el tiempo. Nuestro amor quedaba sellado por un crisantemo, señal de la unión que nos debíamos el uno al otro. Nunca olvidaré su mirada que contagiaba felicidad a todo lo que se le cruzara cuando le regalaba aquella flor. Un chorro de felicidad que no tenía fín. Noches eternas bajo la luna llena. Noches que aún retengo dentro de mi alma y que jamás desaparecerán.

Pero al cabo de unos años, me enteré de algo que iba a cambiar mi ánimo para siempre. Un día mi padre se dirigió hacia mí y, poniendome una mano en el hombro, me dijo:
_Hijo, la hija del Shogun se casa a finales de este año.
Mi padre parecía comprender todo lo que había sentido por ella durante lo que a mi me parecían miles y miles de años. Pero todo se secó dentro de mí, como se seca una cascada milenaria, como se pierde una leyenda, como se deshiela el monte Fuji en los meses de Verano, pero sin otro invierno posible.
No pude contestar a aquello. Recuerdo que estuve una semana que no podía dejar de llorar y de lamentarme por mi penoso destino y, sin embargo, sabía que no podría quitarme de la cabeza a aquella joven hermosa con la que había compartido toda mi alma durante tantos años. Lo sabía cómo se sabe que los océanos son eternos, o cómo que unos árboles son perennes y otros caducos. Terriblemente, lo sabía.

Y 3 años después he seguido sin poder olvidarla. Si no puedo estar con ella me falta la otra mitad de mi vida. He intentado dedicarme a la poesía, a los Haiku y al arte de la escritura, al arte de la meditación como buen samurai que soy, y también al arte de la espada, pero parte de mi desapareció sin remedio. Ella ya está embarazada, y ya no voy a las fiestas, pues no quiero morirme de dolor y de desesperación, al observar parte de mi propia alma dentro de su risa, de su bella mirada, de su dulce voz, de sus gráciles formas y de sus silencios, más bellos que el propio silencio.

Aún así, cada año dejo un crisantemo en las puertas de Palacio. No sé si alguna vez ha llegado a verlo, si los recoje, si se acuerda de mí. Pero solamente sé una cosa: El Bushido me obliga a no rendirme jamás.

愛してる

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